sábado, 10 de noviembre de 2007

Los chimangos de Bariloche


San Carlos de Bariloche, provincia de Río Negro, Patagonia argentina; 41º 8' S; 71º 18' W

Así como El Calafate era la ciudad de los perros (se me había olvidado comentarlo, pero es algo francamente llamativo: grupos, muchos grupos de perros, la mayoría aparentemente sin dueño, la mayoría grandes, vagando por las calles, tumbados delante de las puertas de las tiendas, jugando en los descampados o durmiendo acurrucados a cualquier hora y en cualquier sitio), San Carlos de Bariloche ha sido para mi la ciudad, o mejor, la zona, de los chimangos.

Los chimangos son unas pequeñas rapaces del género Milvago, así que a lo mejor están relativamente emparentadas con nuestros milanos, mayores que un cernícalo y con un aspecto que podría recordar a un aguilucho. Son de un tono general entre beige claro y marrón, con el extremo de las alas claramente más claro en vuelo, y con un pico pequeño y bastante ganchudo y unas narinas muy visibles. Pues bien, además de eso, los chimangos se caracterizan por su gusto por estar cerca de las personas o, mejor dicho, de sus residuos alimenticios, y no sólo cuando estos se producen y amontonan en grandes cantidades, como luego comentaremos, sino que basta con sentarse a comer un pequeño bocadillo para tener a un chimango al lado esperando a que nos levantemos a ver que ha quedado por ahí (y le vale tanto un trocito de queso como alguns migas de pan). Así que ya sabéis, para ver chimangos a montones, Bariloche.

Evidentemente, esta parte de Argentina es mucho más que chimangos. Lo primero es el gigantesco lago Nahuel Huapi, que da nombre al Parque Nacional más grande del país, dentro del que hay otro Parque Nacional (el de Los Arrayanes, que según nos contó Susana Seijas, bióloga de la Administración de Parques Nacionales a la que conocimos el último día de nuestra estancia allá, funciona casi como una reserva dentro del parque grande), y algún parque municipal, como el de Llao Llao o el de Villa La Angostura (por cierto, al pasar a la orilla norte del lago donde está esta localidad, entramos en la provincia de Neuquén y, como siempre que esto ocurre -y muchas más veces sin "excusa"- aparece un control policial permanente en la carretera).

Aunque llegando en el avión desde el sur, e incluso desde el aeropuerto, el paisaje es la típica estepa patagónica, al aproximarse al lago (en cuya orilla sur está construida la ciudad) o ir hacia el norte o suroeste de él, aparecen los grandes bosques de coihues -los gigantes del género Nothofagus- y de sus parientes menores, lengas y ñires, que ya vimos en las Torres del Paine. El paisaje, a primera vista, suena a conocido; podría ser como el de Pirineos, muchas montañas, muchos bosques y muchos lagos, o, por las construcciones de madera, como de los Alpes. Pero tras algunos días recorriéndolo, se empiezan a apreciar las auténticas dimensiones del asunto: esto es, sencillamente, enorme, y aunque en algunas zonas, como en el Ventisquero Negro del Cerro Tronador, nos podamos encontrar con unos cuantos microbuses de turistas, estaremos casi todo el tiempo solos (con la excepción de los carpinteros magallánicos gigantes, los yales plomizos, las dormilonas, los rayaditos, los tordos patagónicos y otras aves, siempre presentes).

En las excursiones que hacemos recorremos bastante territorio del parque, pasando por un montón de lagos de los que jamás habíamos oido su nombre, el más pequeño de los cuales haría feliz a cualquier habitante de la piel de toro: además del Nahuel Huapi, Gutiérrez, Traful, Correntoso, Los Moscos y otros cuantos que, como no sé donde he dejado el folleto, no puedo nombrar.

En el coqueto puerto de Villa La Angostura, nos comemos un bocadillito sentados en un tronco de coihue cortado a modo de banco (muy cómodo para las de pierna corta) después de hacer una marcha por la península de Quetrihué -que alberga el parque nacional de los Arrayanes- durante la que únicamente nos cruzamos con un guardaparque que baja llevando su caballo por las riendas por el mismo camino infame por el que nosotros subimos. Luego, a la vuelta, dos parejas se toman un refresco al final de la dura subida. En la playa, durante el bocadillo, varios macás plateados, dos cauquenes reales y un quetro volador. Luego, cuando ya nos vamos, una pareja de remolineras chocolate ceba a sus pollos en el nido construido bajo el alero del tejado de la casa de la Administración de parques Nacionales. Una virgencita dentro de una urnita de metacrilato, dentro a su vez de una ostra grande de piedra, "adorna" el jardín de la Prefectura Naval.

Lagos, montañas, árboles y pájaros son la parte positiva; la negativa, como siempre, el hombre.

En primer lugar por los incendios: recorriendo el lago de Los Moscos se ven los rastros de un enorme incendio ocurrido hace 10 años (la fecha exacta, así como que fue provocado nos lo confirmó Susana): cientos de miles de troncos de ñires muertos y ya blancos, debajo de los cuales brota el sotobosque verde y rebrotan los propios árboles, produciendo una imagen un tanto fantasmagórica.

Con todo, lo peor es la degradación de la ciudad: viviendo del turismo es casi sorprendente la enorme velocidad (o, mejor, la escasa distancia) a la que la ciudad va dejando de ser un lugar de convivencia organizada. A muy pocas cuadras del centro, desaparece el asfalto y las casas van siendo cada vez peores, y poco más allá, saliendo por la calle Onelli, la avenida que lleva al Cerro Tronador y la Cascada de los Alerces, dos de las estrellas turísticas, la ciudad se convierte en un enorme suburbio que crece a los lados de la carretera y desemboca en un gigantesco basural al aire libre, lleno de chimangos, gaviotas y otros oportunistas.

Otras cosas curiosas de Bariloche: está llena de tiendas de chocolate.... y de israelitas. En nuestra hostería (posiblemente la peor del viaje, Ana) había montones de ellos y ellas, y a pesar de que había alguna rubia más que regular, os aseguro que tenían una mirada que daba miedo.

Bueno, la estancia en Bariloche se terminó, en el aeropuerto nos despidieron dos impresionantes águilas moras, una de ellas comiendo en vuelo, volvimos a Buenos Aires, volvimos a dormir donde empezó el viaje (de hecho, nos llevó al hostel el mismo conductor), y esta mañana acompañé a Mabel al aeropuerto de Ezeiza y, cuando entró a la zona de embarque, me fui a coger el autobús que me ha llevado al aeroparque Jorge Newbery para coger el avión a Ushuaia, donde empieza la parte solitaria del viaje.

Seguiremos informando y, espero, como hasta ahora, vuestro cálido apoyo (por cierto, para contarme algo no hace falta publicar un comentario aquí; podéis escribirme un mensaje normal).

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